Monday, September 05, 2005



Lo conocí por primera vez en un viaje en tren de Quilpué a Valparaíso. Nos encontrábamos con cierta frecuencia en nuestros viajes cotidianos y nos íbamos conversando hasta llegar al puerto. Así me enteré de su trabajo y sus tribulaciones. Como todos los de su gremio, el profesor Juan Retamales esperaba su día de pago con una ansiedad rayana en la desesperación. Cuando nos encontramos por undécima vez, aún faltaba una semana para recibir su cheque y sus fondos estaban llegando casi al límite. Creí que me iba a pedir dinero prestado. Pero, no. Sólo continuó desahogándose conmigo. Compraba mercaderías una vez a la semana para abastecer la despensa de la familia. Todo andaba bien, me dijo, las dos primeras semanas del mes, pero luego, entre pagar cuentas de luz, agua y comprar mercaderías y un par de balones de gas, se agotaban casi todos sus recursos. Ni aunque su mujer hiciera algunos trabajos de costura para colaborar con los gastos de la casa alcanzaba el presupuesto. Tenía dos niños que alimentar y educar y debía pagar alquiler, pues su casa no era propia. Hacía cuarenta y cuatro horas de clases de matemáticas a la semana y siempre lo agobiaba un gran cansancio.

Sin embargo, el profesor guardaba un secreto que me confesó en uno de aquellos viajes y que nunca antes había confesado a nadie: cada semana recortaba algunos pesos de su escaso sueldo para tentar suerte, comprando un boleto de la lotería. Desde que lo tenía en sus manos, soñaba con la idea de hacerse millonario. Pensaba cómo cambiaría su vida si con el número elegido lograba ganar los millones que se promocionaban. Aquella ilusión lo mantenía vivo. Le duraba toda la semana. Hasta que llegaba el día domingo, comparaba su número con el ganador, y se desilusionaba una vez más

.El lunes siguiente volvía a la batalla, adquiría un nuevo número y otra vez las ilusiones llenaban su cabeza. Mientras corregía pruebas de alumnos plagados de problemas económicos y sociales y preparaba clases para ellos, vivía con la ilusión de ganar. Mas terminaba el mes pidiendo fiado al único almacenero que quedaba en el barrio.

Repentinamente, dejé de verlo. Fui trasladado por mi empresa a trabajar a Santiago y terminaron así nuestros encuentros.

Algunos años después, gracias a un amigo común, supe de él. Sus hijos ya eran adolescentes. El profesor ya no existía. Había muerto de neumonía durante el invierno un domingo por la noche, después de haber hecho, como siempre, cuarenta y cuatro horas de clases esa semana. Nunca ganó la lotería, aunque sus últimas palabras fueron:

"¡Gané! ¡Gané!"

Nadie se explicó el significado de aquellas palabras. Sólo su mujer lo comprendió cuando en un rincón del ropero encontró una enorme cantidad de viejos boletos de lotería dentro de una caja de zapatos abandonada.

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